Cuando conocí a Carlitos, era yo un rapaz cual Fedro; a la usanza
preguntona y pendejina de nuestro héroe. Pero, como llegué tarde al mundo —llego
tarde a casi todo—, para entonces ya se sabía que Sócrates y Horacio eran dos
tipos distintos, uno preguntón y el otro cantarín, uno adicto a la cicuta y el
otro ciego por el uso de extrañas drogas antiguas que lo hacían imaginar cosas
imposibles (eso de que haya en el mundo una vieja que espere a otro cabrón
durante tanto tiempo, neta, neta, no me la creo ni drogado con sustancias
producidas por la modernidad). Así que, en vez del desaparecido Sócrates,
andando yo en busca de una figura paterna, surgió Carlitos como un guía
espiritual en medio de las tormentas de mi adolescencia.
Yo pensaba, por aquel entonces, en lo eterno y
en lo unívoco; como no sabía qué carajo era eso ni que se llamaba así (y sigo
sin saberlo), me inventé un dios, a imagen y semejanza mía en representación de
mis delirios. Carlitos me vio con ternura, casi con piedad, y me dijo: pequeño
saltamontes, nada es eterno. Esa noche no dormí. ¿Quién coño puede dormir
después de 12 tazas del abominable café del sangrons? Mi delirio de persecución,
provocado por la cafeína, me hizo olvidar a Carlitos por completo.
Cuando murió mi gato,
creí que había entendido sus sabias palabras. Me sonrió dulcemente (mi recuerdo
es difuso, ¿será posible que un alemán, por muy judío que sea, pueda sonreír
dulcemente?) y, adivinando mi confuso pensamiento de párvulo desconcertado,
acotó: todo es histórico. Mis lágrimas, de nuevo, no me dejaron comprender. Un
día, comiéndome un helado de limón comprado con el dinero de mi madre, volvió a
aparecer y me explicó: eso que te comes contiene una relación antitética. No
pude más. Tuve que ir al psicoanalista. No deseaba, por ningún motivo, mantener
una relación sin tetas por comer helado. Al saber de mis sesiones
psicoanalíticas, se río de buena gana. Lo que te ocurre es una crisis
dialéctica, sentenció. A partir de ahí, comenzó la crisis y una relación
dialéctica, histórica, materialista, valorizada y, no se olvide, antitética.
Primero, me presentó a
su amigo Hegel para que me hiciera entender esa cosa extraña llamada
dialéctica. No entendí ni madres; sentí vergüenza al reconocerlo. No te
preocupes, me consoló, ese chico es un místico, lo que importa es lo concreto. Supe
así que mi pensamiento pequeño burgués me tenía atrapado en concepciones que no
eran tan naturales como yo pensaba ni tan permanentes ni tan inmutables y que
mi crisis adolescente no reflejaba otra cosa que la crisis de un mundo
cosificado que me cosificaba hasta a mí como valor de uso y valor de cambio.
Pero un día, así como había aparecido, simplemente,
desapareció. Me sentí muy solo. Me sentí muy cosa. A causa de mi abandono,
conocí a sus amigos. Repetían de memoria las palabras del maestro y parecían
comprenderlo. Yo, tan pendejín como Fedro, era el único que seguía sin entender
nada. Confundiendo la suya con la mía, mi rebelión adolescente tomó sentido. Y,
en nombre de palabras que, de tanto enunciarse, perdían todo su significado, grité
muchos improperios y rompí pocos cristales.
Con el tiempo, por fin tuve una certeza: yo no entendía
nada, pero ellos tampoco y, al igual que yo, habían escogido palabras que
sonaban bien, aunque nada de todo aquello se comprendiera; si Carlitos
volviera, ya no lo dejarían hablar jamás, no fuera a ser que los contradijera.
Descubierto esto, me alejé de ahí y, en busca de
ilusiones, me puse a estudiar literatura. Después de Cervantes, mi corazón
quedó tranquilo: Carlitos es como El Quijote; todo mundo habla de él, pero
nadie lo ha leído y mucho menos lo entiende. Luego, sin más, el tiempo siguió
su marcha.
No entiendo todavía muy bien por qué, hace pocos
días, me volví a encontrar con los amigos de Carlitos. Aún no defino mis
sentimientos. El lugar de mi adolescencia lo ha ocupado mi neurosis. Ya no soy
pendejín. Como he crecido, me he convertido en un ilustre pendejón. Y no queriendo
estar solo en este mar de pendejadas, como el más vil de los pedófilos, seguiré
mi cruenta misión de pervertir al
pequeño Fedro.