lunes, 26 de noviembre de 2012

Comprendiendo a Fedro.


Cuando conocí a Carlitos, era yo un rapaz cual Fedro; a la usanza preguntona y pendejina de nuestro héroe. Pero, como llegué tarde al mundo ­—llego tarde a casi todo—, para entonces ya se sabía que Sócrates y Horacio eran dos tipos distintos, uno preguntón y el otro cantarín, uno adicto a la cicuta y el otro ciego por el uso de extrañas drogas antiguas que lo hacían imaginar cosas imposibles (eso de que haya en el mundo una vieja que espere a otro cabrón durante tanto tiempo, neta, neta, no me la creo ni drogado con sustancias producidas por la modernidad). Así que, en vez del desaparecido Sócrates, andando yo en busca de una figura paterna, surgió Carlitos como un guía espiritual en medio de las tormentas de mi adolescencia.

                 Yo pensaba, por aquel entonces, en lo eterno y en lo unívoco; como no sabía qué carajo era eso ni que se llamaba así (y sigo sin saberlo), me inventé un dios, a imagen y semejanza mía en representación de mis delirios. Carlitos me vio con ternura, casi con piedad, y me dijo: pequeño saltamontes, nada es eterno. Esa noche no dormí. ¿Quién coño puede dormir después de 12 tazas del abominable café del sangrons? Mi delirio de persecución, provocado por la cafeína, me hizo olvidar a Carlitos por completo.

                Cuando murió mi gato, creí que había entendido sus sabias palabras. Me sonrió dulcemente (mi recuerdo es difuso, ¿será posible que un alemán, por muy judío que sea, pueda sonreír dulcemente?) y, adivinando mi confuso pensamiento de párvulo desconcertado, acotó: todo es histórico. Mis lágrimas, de nuevo, no me dejaron comprender. Un día, comiéndome un helado de limón comprado con el dinero de mi madre, volvió a aparecer y me explicó: eso que te comes contiene una relación antitética. No pude más. Tuve que ir al psicoanalista. No deseaba, por ningún motivo, mantener una relación sin tetas por comer helado. Al saber de mis sesiones psicoanalíticas, se río de buena gana. Lo que te ocurre es una crisis dialéctica, sentenció. A partir de ahí, comenzó la crisis y una relación dialéctica, histórica, materialista, valorizada y, no se olvide, antitética.

                Primero, me presentó a su amigo Hegel para que me hiciera entender esa cosa extraña llamada dialéctica. No entendí ni madres; sentí vergüenza al reconocerlo. No te preocupes, me consoló, ese chico es un místico, lo que importa es lo concreto. Supe así que mi pensamiento pequeño burgués me tenía atrapado en concepciones que no eran tan naturales como yo pensaba ni tan permanentes ni tan inmutables y que mi crisis adolescente no reflejaba otra cosa que la crisis de un mundo cosificado que me cosificaba hasta a mí como valor de uso y valor de cambio.

Pero un día, así como había aparecido, simplemente, desapareció. Me sentí muy solo. Me sentí muy cosa. A causa de mi abandono, conocí a sus amigos. Repetían de memoria las palabras del maestro y parecían comprenderlo. Yo, tan pendejín como Fedro, era el único que seguía sin entender nada. Confundiendo la suya con la mía, mi rebelión adolescente tomó sentido. Y, en nombre de palabras que, de tanto enunciarse, perdían todo su significado, grité muchos improperios y rompí pocos cristales.

Con el tiempo, por fin tuve una certeza: yo no entendía nada, pero ellos tampoco y, al igual que yo, habían escogido palabras que sonaban bien, aunque nada de todo aquello se comprendiera; si Carlitos volviera, ya no lo dejarían hablar jamás, no fuera a ser que los contradijera.

Descubierto esto, me alejé de ahí y, en busca de ilusiones, me puse a estudiar literatura. Después de Cervantes, mi corazón quedó tranquilo: Carlitos es como El Quijote; todo mundo habla de él, pero nadie lo ha leído y mucho menos lo entiende. Luego, sin más, el tiempo siguió su marcha.

No entiendo todavía muy bien por qué, hace pocos días, me volví a encontrar con los amigos de Carlitos. Aún no defino mis sentimientos. El lugar de mi adolescencia lo ha ocupado mi neurosis. Ya no soy pendejín. Como he crecido, me he convertido en un ilustre pendejón. Y no queriendo estar solo en este mar de pendejadas, como el más vil de los pedófilos, seguiré mi cruenta misión de  pervertir al pequeño Fedro.   

jueves, 25 de octubre de 2012

Pa’ mí, que Fedro es puto.


Oye, he notado que a Fedro se lo va a llevar Sócrates debajo de un plátano a hablarle del amor. ¿No te parece que eso ya es putería descarada? ¿O me vas a salir con que “tengo que aprender a mirar con los lentes de Sócrates”? ¡No mames! Si los griegos eran super putos, es bien sabido. Ya, ya. Ahora resulta que soy “el prototipo de la estupidez occidental”. Pues, será el sereno, pero a mí ese Sócrates no me va a llevar a ningún platanar a hablarme de ni madres.

Además, ¿quién coño es Sócrates? ¿Era el griego ese cegatón que escribió una rapsodia? ¿La Rapsodia Bohemia se llamaba, no? ¿Y no se murió de sida por gay? ¿Ya ves? ¡Sócrates es puto! ¡Y además pedófilo! Porque a mí me da que el tal Fedro es menor de edad. Se nota en lo pendejín que es para hacer preguntas. Bueno, ahora que lo dices, sí es cierto, para hacer preguntas pendejas no hay edad. Mi maestra de primaria decía que no hay preguntas pendejas, hay pendejos que no preguntan. ¿Será? Para mí que hay mucha gente pendeja, independientemente de si pregunta o no. Mira, yo últimamente he venido conociendo a varios. Bueno, yo creo que he conocido a un chingo a lo largo de mi vida, pero he sido, a mi vez, bastante pendejo para identificarlos. Ahora, como tú bien dices, “estoy aprendiendo a ponerme los lentes correctos” para identificarlos.

Y, ya te lo digo, ese Fedro es puto y pendejín y ese Sócrates es pedófilo. Y no hay quien me saque de eso. Además, de los cantantes de rock se dicen muchas cosas y, luego, con el asunto ese de ¡Mamma mia, let me go! Pues ya queda muy claro todo ¿Qué, no?

¿Cómo de que no? ¿No que Sócrates era griego? ¿Y entonces? Pues claro que era ese que empezaba su rola con aquello de “canto, oh, diosa, la cólera del pelida Aquiles, mamma mia let me go”. Ah, chingá, ¿entonces no son el mismo cabrón? ¿Horacio dices que se llama el que yo digo? ¿Y entonces qué carajo hizo Sócrates, cogerse a Fedro y ya? “Yo sólo sé que no sé nada”. ¿Eso dijo? Ay, cabrón, qué denso. ¿Y si no sabía nada por qué Fedro quería que le explicara cosas? ¿Ves que Fedro es pendejo? Que me pregunte a mí y ya está, eso sí, en un café o en un lugar público y que no se me quiera lanzar a los besos porque entonces sí que le enseño lo que yo sé.

¿Que el poder qué? ¿Que lo dijo quién? ¿Fu qué? Ah, no, ya es demasiado esto. Tú lo que quieres es convertirme, jugar con mis sentimientos. Mira, hacemos una cosa: tú me dejas creer lo que yo quiera y yo te dejo hablar de los putos que te dé la gana, porque, pa’ mí, que a ese Fukó también le gusta masticar raíces. A ver, a ver, dime que no.

¿Ya ves? Si yo siempre tengo razón, chingada madre. ¿Que qué es la razón? Ah, no, ahora no me vas a atormentar también con eso. Yo creo que podemos hablar mejor de la explotación del proletariado o algo así más, como decir, más de actualidá, pues.

A ver, ¿quién es el Carlitos ese?

Los cajones mentales patrocinados por Fedro



Iba yo por ahí, un día como cualquier otro. Poco me esperaba, que en ese día, todas las neurosis que me han aquejado desde que tengo memoria se potenciaran hasta desquiciarme. Así, llegó el día de hoy, en que creo que es tan grande mi enojo por tener que soportar discursos imbéciles e impertinencias tan tremendas, que opté incluso por la idea de pervertir a Fedro. Alguien se preguntará, pero, ¿por qué a Fedro, si ese era buen tipo? Y sí, lo era, pero también era un impertinente de lo peor, igual que toda la gente con la que hablaba, porque ninguno ve más allá de su nariz, igual que la gente que me pone de malas. 

Pero… ¿Fedro? Sí, Fedro el de Platón el que se pone a discutir con Sócrates sobre el amor debajo de un árbol de Plátano y sin zapatos… Incluso eso me parece mejor idea en este momento que seguir en el camino de la hipertrofia de la estupidez, pero aquí estoy y seguiré por un rato… Así que, si alguien gusta quedarse, tendremos neurosis para rato, porque esto apenas va comenzando.

 Hoy, les voy a contar la historia del poder difuso. No se confundan, es un cuento de terror. El poder difuso, concepto “altamente filosófico”, es traído hasta ustedes gracias a los marxistas centroamericanos. Y bueno, estaba yo con mi compañero el psicótico, el que cree que tiene menos problemas que yo porque todo lo da igual (como si eso no fuera un problema), cuando el cielo se abrió y nos iluminó con su conocimiento guerrillero. Según el hombre en cuestión, Foucault (el más grande, más pertinente) el poder es difuso… Entiéndase entonces, que según el fulanito, porque para Foucault el poder es difuso, pues no vale la pena prestarle atención al señor. Y bueno, lo que tenemos aquí, es alguien que con sus categorías mentales, intenta leer a alguien que no cabe, pero sin comprarse o conseguirse un cajón nuevo, lo cual, no sólo es pobre, sino también desalentador, más aún si se toma en cuenta que esta persona tiene las credenciales para ser escuchado, y aún más, si le habla a otra gente con cajones que nunca ven lo insuficiente de sus cajitas de madera… 

Entonces, ¿qué tiene que ver esto con Fedro? Pues que tanto los griegos pendejos (de la banda de Platón) como esta gente, parten de lo que ven inmediatamente para intentar explicar al mundo sin ver todo lo que podría no ser tan visible, y sin siquiera pensar que eso no visible existe. Más grave es todo esto cuando tenemos ya cajitas de herramientas con esas nuevas llaves…que tan poco, por cierto, son tan nuevas. En fin…

Así comienza entonces el viaje de una neurótica y un psicótico por el maravilloso mundo de los necios con cajones, que deberá durar por lo menos unos cuantos meses, en los que veremos quizá cambiar mi dirección postal a algún psiquiátrico…eso sí, uno bonito.